jueves, 23 de diciembre de 2010

El extraño caso del hombre y la bestia (V)


5.  La madre de las batallas. Parte primera


L
as carreras de palomas comenzaron como una simple diversión. Es de suponer que cuando las mensajeras utilizadas en Bélgica comenzaron a quedarse sin trabajo ante el ímpetu arrollador del telégrafo de Chappe, algunas de ellas fueran “adoptadas” por determinado número de personas; de gente que, a lo mejor, nada tenían que ver con el trabajo que habían realizado, o tal vez sí, ya fuera en forma directa (como sería el caso de sus propios dueños o los empleados de éstos) o tangencialmente (sus parientes, amigos y conocidos.)
Es de imaginar también, que al principio las conservaban en sus casas a modo de reliquias --por no decir de trastos viejos--, como recuerdos gratos de un pasado telecomunicacional casi heroico, que recién estaba comenzado a insinuarse. (Así he hecho yo, por ejemplo, con un viejo reloj Toulet y unos pocos anillos de aluminio.  Mañana les tocará a los tipes, que ya están siendo reemplazados por los anillos de nido digitales.)
 La otra posibilidad que se me ocurre, es que sus propios dueños las siguieran manteniendo inercialmente en sus desactivados palomares, nada más que por quererlas mucho y en reconocimiento del importante servicio que les prestaron, aun a sabiendas de que ya jamás volverían a ser mensajeras en acto. También una buen parte de ellos podría haberse convertido en corredores de carrera. ¿Por qué no?
No debiera extrañarles mucho esto de guardarlas como antiguallas, porque casi todas las personas gustan de atesorar recuerdos, testimonios de algo que, sin dejarles de ser gratos y estimables, pasaron en un momento dado a ser justamente eso: señales, restos, residuos, sobrantes, de un pasado que siempre habrá de parecerles “mejor”. (Yo no creo que el pasado del Toulet vaya a ser nunca mejor que el presente de la gatera electrónica.)
¿Quién podría saber cuánto tiempo pudieron pasar exactamente en ese estado de hibernación esas palomas? ¿Dos años? ¿Cinco? ¿Diez? ¡Nadie podría asegurarlo! Pero así como podemos calcular con bastante aproximación el lustro en que comenzaron ellas a viajar, cabe imaginar que después de un período, corto, mediano o largo de inactividad absoluta, a alguien se le ocurrió formularle a un potencial contrincante la pregunta del millón: --¿Y si hacemos unas carreritas? 
Y todo empezó como un juego (como dice una canción de los Chalchaleros). Otros los habrán imitado enseguida o un poco más tarde, y fue así como el virus se extendió por todo el pueblo, atacó de inmediato a las localidades vecinas y terminó convirtiéndose en una incontenible pandemia.
¿Cuánto tiempo les habrá tomado a continuación, pasar del simple e inocente pasatiempo que era al principio, a una guerra no declarada, pero guerra al fin, entre palomares?  No creo que fuese mucho, porque una cosa lleva siempre a la que necesariamente tiene que seguirle y así el proceso se va acelerando hasta llegar a convertirse en una flecha vertiginosa, imparable.
Y si bien no sabemos tampoco cuándo fue que tuvo lugar esa predecible transición, no nos cuesta absolutamente nada adivinar por qué ocurrió: Por regla general, todos los entretenimientos se vuelven mejores (o al menos más apasionantes y concurridos) cuando comienza a haber dinero de por medio. Y esta recién inaugurada pugna palomera no podía ser la excepción.
Fue así que nuestros los pioneros --o al menos los más avispados de ellos--, se dieron pronto cuenta de que las mensajeras residuales que estaban mandando a la cancha no eran justamente las más apropiadas para que pudiesen apostar semanalmente a ellas los pocos francos que tanto les estaba costado ganar.
Probablemente eran pesadas, tal vez poco veloces; quizá su capacidad de orientación comenzó a flaquear al aumentar las distancias a las que en un momento dado fueron llevadas, o todo eso junto, nunca lo sabremos.
Como la plata mueve al mundo, aquí también se dio el caso de que las ganas de hacerse de “unos mangos” a costilla de los demás, dio paso a la aparición de un fenómeno que no había entrado para nada en sus ingenuos planes primitivos: el de tener que hacer, obligadamente --y supongo que en ayunas--, nada menos que colombicultura.
Existen más que suficientes constancias de que, con la finalidad de tratar de mejorarlas, de volverlas más rápidas cuando menos, comenzaron en un momento dado a efectuar cruzamientos interraciales entre esas mensajeras residuales y las diferentes columbas que tenían al alcance de la mano, empleando así, a tontas y a locas, el poco práctico método de la prueba y del error, que no sólo peca de ser extremadamente lento, sino también inseguro.
Traten de imaginarse ahora qué es lo que pudo pasar en tales momentos, cuando completamente huérfanos de experiencia en esas lides, comenzaron a cruzar aquellas palomas (que por algo habían sido empleadas hasta hacía bien poco como mensajeras, si bien es cierto y por lo general, en las cortas distancias), con especímenes de la más variada procedencia, que sólo tenían en común o como lado bueno compartido, un físico excelente y tal vez, y sólo tal vez, mayores bríos que los que tenían aquellas mensajeras básicas; bravuras, ímpetus, reciedumbres, aguantes éstos, ciertos o aparentes, que desearían denodadamente agregar a lo que ya tenían.
No fue una tarea fácil para ellos improvisar sobre la marcha aquella apremiante exigencia colombicultural. (A mí me parece como que no pudieron vislumbrar para nada la posibilidad de que, al centrar unilateralmente sus esfuerzos sobre aquella “mayor velocidad” que tanto estaban necesitando incorporar, podían perder o disminuir peligrosamente la facultad principal que había hecho de esas palomas lo que eran, la que debían mantener indemne en el ínterin y que era, obviamente, aquella que les permitía regresar a sus viviendas… no tan rápidamente como era de desear quizá, pero regresar al fin.
Para colmo, los principios que rigen la transmisión hereditaria de las características físicas (llamados “Leyes de Mendel”), si bien fueron publicados en 1865, permanecieron en el olvido durante 34 años. (Recién fueron redescubiertos en 1900.) De manera que nuestros precursores no pudieron aprovecharlos, por la sencilla razón de que comenzaron a tratar de fabricar esta hipotética paloma, según mis cálculos, durante el segundo cuarto del siglo XIX.
En aquella época, los especialistas en selección artificial, lo que no es decir poca cosa porque los palomistas primigenios no lo eran,  elegían en cada generación a los animales que exhibían las características buscadas y los cruzaban entre ellos (como hacemos frecuentemente nosotros.) Este método, llamado de “selección masiva”, arrojaba a veces notables resultados, pero tenía que enfrentar enormes trabas. Una de ellas, como dije, estaba atada a la lentitud e incertidumbre del proceso. En efecto, las mejoras no estaban nunca garantizadas y en los planteles poco numerosos, el criador perdía a veces en una generación todo lo que había ganado en las anteriores. La segunda complicación era la que también mencione más arriba: podía mejorar un carácter (por ejemplo, el concerniente a la aerodinamicidad), pero deterioraba en ocasiones otros (como la conservación de la facultad de orientación a distancia). La tercera dificultad aparecía cuando los mestizos no reproducían su propio tipo, sino que experimentaban una regresión hacia alguno de sus antecesores. El cuarto problema estaba asociado con la consanguinidad, excelente recurso para fijar los caracteres deseables en una línea de cría. Ella reproducía el tipo sí, pero muchas veces (no siempre) los animales resultantes adolecían de falta de vigor y/o de fecundidad.
Fue sólo después del redescubrimiento de los hallazgos de Mendel y de su síntesis posterior con la genética de poblaciones (décadas de 1930 y 1940), que la selección artificial adquirió un carácter más científico y predecible.
La otra cuestión que impidió a aquellos colombicultores inexpertos pensar y hacer las cosas bien, fue que recién en 1859 pudo ver la luz El origen de las especies por medio de la selección natural, de Charles Robert Darwin (quien, dicho sea de paso, tampoco había leído para esa fecha el trabajo de Mendel.)
Fue así inevitable que los plausibles intentos que los susodichos cultores realizaron parar mejorar aquellas deficientes palomas primigenias, transformaran enseguida el horizonte colombicultural en un verdadero pandemónium, lo que explicaría la frecuente presencia en nuestras aves de borlas, calzas, chorreras, párpados rosados y otras muchas curiosidades.
Lo que tendrían que haber hecho --en mi opinión--, para mejorar por partida doble aquellas aves, era haberlas cruzado con las palomas mensajeras que había aún en Oriente Medio, como era el caso de la Siria de Papada o la de Beirut, las que probablemente estarían[1] mejor dotadas físicamente que ellas y no tendrían nada que envidiarle en materia de facultad de orientación a distancia.
Algo se aproximó en esto más tarde (alrededor de 1850) el después famoso señor Ulens, de Amberes, cuando eligió como base de su intento mejorador a la Carrier del Este o Persa, una excepcional paloma mensajera de la citada  procedencia. Lástima que tuvo --en mi opinión siempre--, el mal tino de aparearla a las representantes de dos razas que no eran mensajeras, la “Tumbler” (una volteadora inespecífica) y la Smyter, paloma de vuelo artístico también ésta. Debió de haberla apareado con las mensajeras citadas en el párrafo anterior e ir trabajando sobre las más aerodinámicas luego.
Algunos de los historiadores dicen que al menos una de estas Ulens originales presentaba ese “adorno” que hoy conocemos  con el nombre de “corbata”, por lo que tenemos que pensar que también había introducido alguna de las palomas de lujo que exhiben esa particularidad, cuyos ancestros remotos podrían provenir de Izmir (Turquía)… a menos que haya aprovechado alguna de las provenientes de los apareamientos interraciales que se practicaron alocadamente en aquellos años sobre la base de las mensajeras residuales.
Pero, a lo que parece, no utilizó el señor Ulens, ninguna de las representantes “puras” de las mensajeras  desechadas, ni tampoco alguna de las obtenidas de las cruzas de éstas con las  diversas razas a las que se las apareó sucesivamente.
 Sea como fuere y conforme a la tradición, tocó a este señor el mérito de haber armado finalmente, al comenzar la segunda mitad del siglo XIX, un prototipo notablemente funcional, que fue inmediatamente criado en exclusiva o adoptado en calidad de principal mejorador, por prácticamente la totalidad de los criadores de esa época.
Si tomamos en cuenta ahora las escasas probabilidades estadísticas con que contaba realmente dicho señor (algunos atribuyen este logro a su criado Beernaerts) para parir dicho espécimen en tan poco tiempo, se podría aseverar que se trató de una verdadera flatulencia colombófila.
Pareciera ser una constante que todos los logros que hemos venido cosechando hasta aquí en materia de colombicultura, son más bien frutos de la intuición que de la aplicación de los conocimientos científicos.


Agradeceré citar esta fuente.





[1] No sabemos cómo ni cuáles eran esas palomas cesadas, pero insisto, por ahí debió haber venido la mejora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario