jueves, 23 de diciembre de 2010

El extraño caso del hombre y la bestia (IV)

4.  Sobre el  “colombófilo” que nunca fuimos… ni seremos jamás


Era una noche tibia de enero del 87. Estaba en el patio trasero de mi casa. Había ido hasta allí para asegurarme de que los palomares estuvieran bien cerrados. (Debo cumplir con este ritual todas las santas noches para evitar que los gatos y las comadrejas ingresen a ellos.) Tras cerciorarme de que todo andaba bien, levanté la vista y quedé extasiado. El cielo era diáfano y las estrellas brillaban como nunca. Recuerdo vívidamente aquel mágico momento porque hacía unas pocas horas que acababa de cumplir los 50 años de edad y andaba, a causa de eso, inusualmente sensitivo. No sé si les pasará algo similar a todos los que llegan a esa edad, pero a mí me pareció que si ese medio siglo de vida había pasado, como quien dice, casi de un soplo, ¡qué podía esperar con los pocos o muchos años que tenía ahora por delante! ¡Cómo no iba a andar tan preocupado! Pero la grandiosidad de ese espectáculo me volvió “a la normalidad”. No había nada de qué quejarse. ¡También yo formaba parte de ese maravilloso universo! Cada vida es un milagro –me dije—-. ¡Cuántos no pudieron tener siquiera la oportunidad de ser y de extasiarse además con esta inmensidad inenarrable! No hubiera sido sensato que el Hacedor nos hubiera hecho inmortales. Viendo la bóveda celeste enjoyada a pleno --y quizá para librarme del todo de aquellos negros pensamientos--, busqué entre los astros luminosos algún portento y me pareció extraño que no pudiese ver, recortándose contra en el fulgurar opalino de la Vía Láctea, el raudo vuelo de una nave espacial. ¿Podría ver un extraterrestre algún día? Y si uno de ellos me viera ahora, ¿me preguntaría qué es lo que estoy haciendo a estas horas, al lado de unos bichos que, sabiendo que estoy aquí, se han puesto a emitir esos guturales pero amorosos sonidos, que para él sonarían tan extraños? Y aunque no lo puedan creer, me puse a imaginar tontamente cómo sería aquel diálogo hipotético… y telepático por cierto. Tendría que elegir cuidadosamente mis palabras para que pudiesen ser perfectamente entendibles. Si no eran precisas, jamás podríamos entendernos, porque ellas a veces quieren decir unas cosas y a veces otras. ¡Y ahí comenzó mi problema! Si le dijera que esos seres cuyo descanso había perturbado eran “palomas”, y le explicara a continuación que se trataba de animales multicelulares, vertebrados, de la clase de las aves, neornitas, carinadas, columbiformes, etcétera, etcétera, seguramente que me entendería a la perfección porque a buen seguro estaría acostumbrado a razonar científicamente. Pero ¿cómo explicarle que eran unas “mensajeras” que no llevaban ordinariamente mensajes y que en lugar de eso las usábamos para correr carreras? Tendría que meterme en las historias de estas aves. ¡Eso me llevaría mucho tiempo! Sería mejor que le dijera directamente que eran de carrera. Pero entonces querría saber mucho más, como que se trata de un tema en verdad fascinante, tanto aquí como en Alfa Centauri (para no ir más lejos, claro); de un raro asunto que él querría conocer en profundidad, porque difícilmente podría haber aves tan portentosas como estas en… ¿Ganimedes? Cuando hubiese acabado mi telepática exposición sobre esa medulosa temática que es el arte de criar y correr, a buen seguro que tendría que explicarle también qué es lo que soy yo, no como ser humano, porque todavía no habríamos tocado ese complicadísimo asunto, sino en relación a esos desconcertantes “volátiles”. Bueno –le diría— ¡yo soy colombófilo! --¿Y qué es eso? --me preguntaría--, porque, entusiasmado hasta el tuétano por la oportunidad que se me estaba brindando de poder conversar (telepáticamente, es cierto) con ese ser del que todavía no me había puesto a pensar si tenía que tener un cuerpo determinado o era pura energía, y por lo tanto, inmaterial, me había olvidado completamente de la necesidad de ser preciso, claro, inteligible. --Mira, hermano --le contestaría-- (y aprovecharía la aparición de este término tan sagrado para explayarme un poco acerca de la fraternidad que nos uniría teóricamente a él y a mí, por el sólo hecho de ser entidades inteligentes y vivir en el mismo universo), por definición, colombófilo (del latín colombo, igual a “paloma” y del griego filia, igual a afecto, cariño, apego, simpatía, inclinación, amor, etc.), se llama al Homo sapiens sapiens (así nos llamamos científicamente) que cría y concursa este tipo de palomas. –Mira “hermanito” --me contestaría entonces--, temo que eso no sea así porque --dejando de lado eso del latín y del griego, que me saben francamente a chino--, por lo que me contaste hace un buen rato, bueno… ustedes sólo “quieren” a estas palomas y a ninguna otra más. Además, las seleccionan rigurosamente, lo que significa en buen romance, aquí y en toda la constelación de Andrómeda, lugar de donde vengo, que no las aman tanto como pregonan, porque les quitan la vida inmisericordemente, sean pichones, añeros o adultas, jóvenes o viejas; a las enfermas, a las defectuosas, a las retardatarias, a las que se les “paran” sobre los taques, a las díscolas, a las “perdidas”, a los machos cuando son demasiados, a las que los hacen enojar cuando no entran, etcétera, etcétera. ¿Lo son aquellos que les cortan los anillos o se apropian ilícitamente de los tipes y los que roban o matan las de los demás? ¿Y qué pasa con las caseras que de tanto en tanto se les introducen en los palomares? Ustedes son, en mi opinión, otra cosa. No se qué… ¡Pero jamás fueron ni serán colombófilos!
–Si, la verdad –le dije todo contrito por mi grosera falta de especificidad— tienes mucha razón. Ahora que me lo decís, creo que los  colombófilos de verdad, los únicos que podrían serlos, son una especie sumamente rara en este atrasado planeta. Tal vez lo sean en estado de pureza las personas esas que les van a dar diariamente de comer a las palomas que deambulan por las plazas y paseos públicos; o las que tienen algunas sueltas en el patio de su casa para poder deleitarse con su sola presencia, y las que las aman platónicamente, o sea, desde lejos, sólo con el pensamiento… Y me quedé un buen rato cavilando. Tan largo fue, que debió parecerle una eternidad. –Bueno —dijo de pronto— (y fue su cristalina y aguda voz la que me sacó como por arte de magia de aquel ensimismamiento indeseado), como me iré, como dicen ustedes, “en un santiamén” a XYZ-18323, como llaman sus astrónomos al  planeta del que provengo y al que hace unos segundos que acaban de entrever tan sólo, necesito que me digas cómo es que habría que llamarlos a ustedes en rigor de verdad, porque si no, no sabría cómo contarles a mis paisanos qué es lo que ustedes son ni qué es lo que hacen. Y como no quería que se fuera a 2,2 millones de años luz de distancia creyendo que los seres humanos somos tan ignorantes que no sabemos qué cosa somos dentro de un contexto intelectual tan insignificante como es el nuestro y que, en el peregrino caso de no saberlo, que no podríamos inventar algo rápidamente para remediar una falla tan horrible, le dije: --Hermano, yo creo  en realidad somos: “Criadores de palomas belgas de carrera” o, lo que es igual, porque el orden de los factores no altera el producto, “criadores de palomas de carrera belgas” o, si lo quieres más cortito, “criadores de palomas de carrera”, porque después de todo, la única que existe en todo el universo es ésta y tiene ese origen, de manera que podríamos darlo por sobreentendido… --¡Bravo!, --me dijo--, ya con un pie incorpóreo en el estribo de su sofisticado inmaterial navío--. ¡Eso los describe a la perfección! Y decime una cosa:--¿Qué nombre le pondrías a la actividad que tiene por centro a la paloma que ustedes crían? Pensando rápidamente en el significado de automovilismo, de ciclismo, en fin, de todas esas palabras que terminan con el sufijo –ismo, que se usa en este caso concreto para designar actividades deportivas, le dije: “colomboismo” quedaría bien, pero me parece que “palomismo” sería mejor, porque, aunque ambas quieren decir exactamente lo mismo, éste es el de más fácil pronunciación, más “eufónico” incluso, si así quieres verlo, y destaca también, inequívocamente, en el idioma español, por si fuera poco, el tipo de acción que frecuentemente efectuamos: correr palomas. Luego, siguiendo esa línea de pensamiento, nosotros ya no seríamos “colombófilos”, esos amorfos, indefinidos e inauténticos amantes de las palomas en general, sino “palomistas”, es decir, “los corredores de palomas”. Me pareció oír que me decía, enloquecido de felicidad: --¡Bravo!, ¡Bravo! ¡Bravísimo! (Tal vez debería llamarme Modesto Ceballos) pero le plugo desparecer tan fulminantemente que no podría asegurar que hubiera dicho tal cosa. (Tal vez sólo me lo pareció.) Esperé un rato largo, porque uno nunca puede saber hasta dónde podría reverberar el pensamiento humano viajando por el espacio sideral, y cuando me sentí ya seguro de que no me escucharía telepáticamente, me dije para mis adentros: --¡En menudo lío me metió este coso! ¿Cómo voy a sugerirle a la Federación que cambie su equívoco nombre por el de “Federación Argentina de criadores de palomas de carrera”? ¿Cómo le voy a explicar que si fuera en realidad “colombófila” tendría que agrupar a todas las asociaciones de criadores de palomas del país y no solamente a las nuestras?  ¿Cómo voy a decirle a los componentes de mi “sociedad” que ella no es “sociedad”, sino una “asociación” (porque así se llaman, jurídicamente consideradas, las que no persiguen fines de lucro)? ¿Cómo haré para proponer en esa misma “sociedad”, que no es “sociedad” sino “asociación”, que no se llame más, cuádruplemente para colmo, de esa manera tan flagrantemente incorrecta: “Sociedad Colombófila La Mensajera Puntaltense”, sino “Asociación rosaleña[1] de criadores de palomas de carrera”?  ¿Cómo le voy a explicar a los muchachos que únicamente quieren divertirse a costa de estas sufridas palomas, que no saben cuáles son ni les interesa saberlo, que no son “colombófilos” sino “palomistas”? Recuerdo que sacudí vivamente la cabeza, como para que saliera disparado de ella hasta el más recóndito de esos escandalosos, radicales, subversivos pensamientos y me fui a dormir.
Hoy es jueves 8 de enero de 2009 y acabo de ir nuevamente por ahí. ¡La casa está en orden! La noche se muestra por demás atípica, aunque no tiene nada que envidiarle a aquella otra. Está muy friíta, apachuchada, casi otoñal. El cielo, bastante nublado, no deja ver muchas estrellas… pero puede uno imaginárselas a todas tranquilamente. Hay luna, aunque parece un extraño objeto gaseoso a punto de colapsar. Las palomitas duermen ahora apaciblemente. ¡Qué maravilla!
¿Hubiera podido ver, cruzando por entre el fantasmal panorama del cielo nocturno, un platillo volador? ¡No! ¡Basta ya de imaginar tonterías! ¡Hay que ver las cosas desde su justa perspectiva! Sé que a la mayoría de los hombres les encanta vivir con sus errores, que son hedonistas y egoístas al mango y, para colmo, la mar de irracionales. Que sólo cambian poco a poco con el paso de los siglos. Y en cuanto a los extraterrestres… Bueno, si no lo soy yo, ¡ya aparecerán algún día!  
Y entonces escuché (telepáticamente desde luego) la voz del extraterrestre aquel, al que llamaré “El Sin Nombre”, que me consolaba desde XYZ-18323, a 2,2 millones de años luz de aquí, recitando aquel escueto poema de Leonardo Da Vinci que dice: “¡Dime, oh Dios, si mis ojos la fiel verdad de la belleza miran, o es que la belleza está en mi mente y mis ojos la ven doquier que giran!”.
Me voy a dormir. ¡La vida es hermosa! ¡Única! ¡Incomparable! Lo sé, porque desde el pasado 31 de diciembre comencé a transitar mis increíblemente jóvenes 71 años y siento que estoy, como nunca antes, en óptimas condiciones para poder admirarla, toda.  


Agradeceré citar la fuente.




[1] Es que Punta Alta es la cabecera del partido de Coronel de Marina Leonardo Rosales y yo vivo y compito en Villa General Arias, una de las varias poblaciones que integran esa jurisdicción administrativa.

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