viernes, 24 de diciembre de 2010

El extraño caso del hombre y la bestia (VII)


7.  La madre de las batallas.  Parte tercera  

Los dioses de la guerra


A
l plantear --muy por arriba, es cierto-- el tremendo dilema que representó para los aficionados de la segunda mitad del siglo XIX, el encontrarse con la enorme diversidad de tipos que surgieron de esa verdadera caja de Pandora que significó el intento inaugural de crear una paloma de carrera, estaba en mi intención poner de relieve la diferencia de actitud que los separa de nosotros. Ellos sabían que estaban tratando de crearla, nosotros dimos apresuradamente el caso por completamente resuelto y archivado. En aquellos tiempos, la situación era palpablemente diferente. A más o menos cincuenta años del fortuito comienzo de las carreras de palomas y habiéndose superado sólo escasamente el momento en que Ulens plantó los pilares de la clase de colombicultura que teníamos que practicar, los aficionados belgas ya se habían percatado perfectamente de que se las tenían que ver ahora con una criatura completamente nueva, e incluso, en pleno proceso de formación. Como Archaeopteryx, que no era ni dinosaurio ni ave, sino un prototipo transicional, las Ulens y las que a ellas se agregaron luego para bien o para mal, representaban para ellos algo que podía llegar a ser, pero que aún le faltaba mucho para conseguirlo. Prueba suficiente de lo que digo es que, no obstante saber que habían empezado recién a crearla, ya figuraba ella en sus mentes como una raza incuestionablemente novedosa. Y  fue por eso no dudaron siquiera un momento en darle un nombre propio, todavía imperfecto, es verdad, pero claramente descriptivo: viajera, mixta u ordinaria belga. Y como esto no les pareció todavía suficiente, establecieron de inmediato la denominación que le correspondía llevar en el plano de la Taxonomía[1], relacionándola lúcidamente con el primero de esos nombres, que era precisamente el que definía, de manera indubitable, la aplicación exclusiva que le estaban dando. En efecto, la expresión latinizada que le dieron, Columba livia tabellaría, significaba, concretamente, que se trataba de un ave que había derivado del tronco o agriotipo común a todas las palomas domésticas, pero que configuraba una raza completamente inédita, creada exclusivamente para “viajar”. El término elegido para que, de ahí en más, pudiese ser reconocida sin sombra alguna de duda por quienesquiera que fuesen, aficionados, expertos, legos y científicos, no resultó, empero, el más apropiado, porque decir “viajera” no es lo mismo que decir “de carrera”. No podemos culparlos por esa flagrante inadvertencia. Era aún muy temprano para que sus creadores y nombradores, recientes inventores, por otra parte, de las carreras de palomas, pudieran haber tenido oportunidad y tiempo como para inventar el acervo lingüístico propio de este incipiente y aún rudimentario quehacer. (Lo verdaderamente deplorable y extraño que descubro en todo esto, es que, habiendo transcurrido ya doscientos cinco años de aquel momento, aún no hayamos dado ese paso y sigamos sin saber quién es esa paloma, quiénes somos, y qué es lo que realmente tendríamos que hacer.) Pero sí ocurrió, que la impropiedad del nombre elegido para categorizarla, la calificación asaz ambigua de “viajera”, que intentaba desesperadamente decirlo todo, cuando en realidad no terminaba de aclarar ni precisar nada, dejó al desnudo al menos, una cuestión de enorme importancia para nosotros y que debió haber tenido su correlativa trascendencia, pero que nos pasó lamentablemente inadvertida. Era ésta, la tajante separación que dicha voz establecía entre esta paloma de nuevo cuño, destinada a “viajar” (correr) y sus predecesoras, tanto las que tuvieron por oficio llevar mensajes, como (y especialmente) las dejadas cesantes entre la última década de ese siglo y la primera del siguiente, a consecuencia de la irrupción en Francia, Bélgica y los Países Bajos, de un medio mucho más rápido y seguro de comunicación: el sistema semafórico inventado por el ex clérigo Claudio Chappe, inaugurado en territorio francés en 1793. Pero esa diferenciación pasó, como dije, completamente ignorada. Sus actuales tenedores, la gente común misma y --lo que es más imperdonable--, los científicos que de una u otra manera tienen algo que ver con ella (como es el caso, entre otros, de los que estudian el comportamiento animal) llaman a estas aves --¡en pleno siglo XXI!--- de una manera absolutamente inexacta, confundiéndolas todavía con aquellas que las Ulens comenzaron a eclipsar en el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX. Pero, como apuntaba también en otro lado, sabían muy bien que trabajaban con una raza en proceso de formación, apenas prefigurada, que había que perfeccionar entre todos, codo a codo, y que eso habría de llevarles muchísimo tiempo. Y que para asentar ese esfuerzo cultural común sobre bases sólidas, necesitaban contar, además, con un plan de acción hacedero y confiable. Al llegar 1886, inspirada en esa sentida necesidad, en una época todavía temprana (solamente habían transcurrido unos 36 años desde la aparición de las primeras Ulens), ya estaba funcionando en Jemeppe, población ésta situada a sólo una docena de kilómetros de Namur (una de las principales cunas de la nueva  raza), una escuela colombicultural de alto vuelo, creada exclusivamente con el propósito de guiar adecuadamente hasta la puerta de salida, a los aficionados de la época que deseaban meterse o ya se habían introducido en el desconcertante laberinto que ineludiblemente había que recorrer para obtener esa paloma. Podría decir, pues, que los aficionados belgas de finales del siglo XIX no sólo tenían pleno conocimiento de la finalidad que debían perseguir al dedicarse al cultivo de esta raza en ciernes, sino de cuál era el único medio idóneo con que contaban para intentar alcanzarla. Estaban, en efecto, perfectamente al tanto de que, siendo el fin último que debían perseguir la perfección constante de esa paloma de carrera en ciernes, el medio de que debían servirse para lograrlo era el de hacerlas correr en igualdad de oportunidades e ir seleccionando así las mejores reproductoras que tenían, aquellas que realmente generaban buenos hijos. Después les tocaría a esos hijos demostrar que podían realmente transmitir esa bondad. No podría empero, asegurar que priorizaran el uno sobre el otro, pero sí que el medio no era otra cosa más que lo que debía ser: un recurso operativo. Jamás se hubiera llegado a pensar que suplantaría al fin. El caballo debía preceder siempre al carro (cosa que no acontece en la actualidad.) Como no podía ser de otro modo, sólo los más inteligentes, afanosos (y suertudos) pudieron dejar impresos sus nombres en la historia de la formación de esta paloma singular. Los que veían en todo esto nada más que un simple divertimento, carente de trascendencia alguna, los que sólo vieron un fin en el medio que debía llevarlos a él, los que equivocaron lamentablemente el rumbo[2], aunque sin caer en el facilismo, fueron devorados por el anonimato. Por lo que se echa de ver al pesquisar de cerca estos acontecimientos, todo marchó medianamente bien durante un largo tiempo. Pero algo completamente impensado debió de ocurrirles a los aficionados que recogieron la posta a principios del siglo siguiente, porque lejos de seguir siendo para ellos, como lo fue para sus predecesores, este perfeccionamiento indispensable de la paloma “viajera”, una obligación casi sagrada, un desiderátum difícil, pero no del todo imposible de lograr, lo dejaron completamente de lado, como si ya hubiese sido plasmado, y ella pasó a ser, casi de un día para el otro, insensiblemente, nada más que un objeto, una simple “cosa”, “algo” que podía usarse y desecharse sin mayores complicaciones. Los “colombófilos” del siglo XX, ya no la cultivaban para beneficio de todos (para que pudieran existir mejores palomas de carrera) ni para legarla a la posteridad notablemente optimizada, sino para utilizarla en su propio y exclusivo provecho, así nomás, como estaba. No existía ya en el siglo que acabamos de abandonar (ni existe en el actual), aquella finalidad transcendente de por medio, aquella faena digna de ser perseguida con denuedo entre todos, sino una apetencia rastrera, egoísta, autista si se quiere, que a nada bueno podía conducir, como sucede  siempre cuando uno comete la insensatez de matar a la gallina de los huevos de oro. Más que dedicarse a mejorar la raza, invirtieron su tiempo en sacarle el jugo a aquellas palomas que mejor les funcionaban (por obra y gracia de los desvelos de sus antecesores), con el único objeto de poder acceder y mantenerse luego indefinidamente en el sitial (fatalmente transitorio) reservado a los campeones, aunque todas sus buenas palomas se quedasen por el camino o no les sirvieran en adelante para nada, ni a ellos ni a nadie. La guerra entre los palomeros, así planteada y ejecutada, al igual que cualquier otra, es tonta y, además, retrógrada, porque sólo conduce al embrutecimiento del alma. Y la paloma se convierte así, en su peor víctima. Por eso es que hoy vemos cómo la mayoría de nuestros campeones abandonan este mundo sin dejarnos nada que valga la pena de continuar cultivando. Cuando compramos en los remates post mortem las palomas que nos dejaron (muy a su pesar dirían, si lograran hablarnos), nos llevamos la proverbial Bricoux[3], pero no a éste, porque ya no parece haber espacio para los continuadores. (Para que no se me mal interprete, me refiero específicamente al tipo de continuidad que se estableció, por ejemplo, de Alois Stichelbaut a Michel Descamps Van Hasten, y mejor aún, la que se extendió del primero de ellos a Daniel Labeeuw y de éste a su hijo Frans.) En lo que atañe a los fines de la colombicultura que debiésemos estar practicando, es como si las personas que se fueron y las que inevitablemente las sucederán en el corto y mediano plazo, no hubieran existido nunca. Por eso es que siempre estamos empezando de nuevo.

 (Continuará)








Agradeceré citar la fuente.


[1]  La ciencia que trata de la clasificación científica de animales y plantas.
[2]  Muchos fueron los aficionados que se dedicaron a inventar nuevos cruzamientos, sin ton ni son, utilizando palomas de diferentes razas, en lugar de tratar de perfeccionar lo que habían conseguido hasta entonces Ulens y sus seguidores inmediatos.
[3] Se cuenta que cuando el nombrado le vendía a alguien alguna de sus aves, le advertía que se llevaba una paloma de él, pero no a él. Como ha pasado mucho tiempo de eso y ya casi nadie sabe quién fue, podríamos parangonar hoy dicha prevención diciendo que compramos una Janssen, pero no a quienes las formaron y las volvieron inestimables.

El extraño caso del hombre y la bestia (XIV)

14.  La madre de las historias  Parte décima:  

Barajar y dar de nuevo 

 (o El preanunciado ocaso de la “colombofilia” que todos conocemos)


C
omo podrán ustedes  imaginar, siendo este un asunto que tiene de suyo múltiples aristas, si quisiera seguir hilando fino, me quedaría aún muchísima tela para cortar. Pero creo que ya he expresado mucho más de lo que me proponía al principio decirles y, seguramente, de lo que algunos estaban dispuestos a soportar. (Si tal fuera el caso de la persona que me ha enviado recientemente dos mensajes digitales intentando fraguar la dirección del correo electrónico de mi amigo Julio César, le diré que como la máquina advierte acerca de estos intentos de substitución de identidad, los he eliminado sin abrirlos, no fuera que contuviesen algún virus informático.) Así que, después de escribir este comentario meteré violín en bolsa. Agradezco a quienes hayan leído mis opiniones, las compartan o no. A decir verdad, antes de que comenzara a escribirlas, dudaba mucho que pudieran concitar el interés de más de cinco personas, porque podría contar con los dedos de una mano a los colegas autóctonos que sé que pueden llegar a sentir ganas de adentrarse en estos complicados asuntos, cuasi filosóficos. La inmensa mayoría, prefiere prestar oídos a una temática por demás trillada pero jamás desdeñada: la que tiene que ver con la preparación para los concursos y lo demás que gira en torno a ellos. A sólo eso se reduce su interés colombicultural. Sin embargo, tenía ganas de desgranarlas. Y a decir verdad, tomé esta decisión porque estoy realmente cansado de esperar que se presenten en nuestro ámbito las condiciones propicias para comenzar a tratar seriamente estos asuntos y porque, habida cuenta de mi edad, no quisiera abandonar este mundo sin haber expresado, aunque más no fuera en parte, lo mucho que tengo para decir. Por otra parte, pertenezco a la generación del 37 y tras dedicar 57 años de mi vida a la cría de las aves que nos ocupan, creo que me asiste el derecho de exponer sinceramente mis opiniones. Pero me tomé este trabajo, más que nada, porque aunque pareciera que podría terminar en el transcurso de este año el libro que he venido escribiendo desde hace ya muchísimo tiempo sobre la historia de nuestras aves, no sé si llegaré finalmente a editarlo. Y yo quería decir algo acerca de lo que digo en él. Las editoriales no están dispuestas a publicar textos que sólo muy pocos tendrían ganas de leer y yo no estoy dispuesto a costear su impresión poniendo plata de mi bolsillo, como han venido haciendo en nuestro país algunas bienintencionadas personas, de Germán De Lara a esta parte. ¿Creerían ellos ahora que valió la pena? La verdad es que “Cada maestrito tiene su librito, y el de los otros… no le importa un pito.” No es agradable llegar a esa conclusión, pero deberé asumirla. Mas no vayan ustedes a creer que yo no sabía de antemano que la cosa podría terminar así. Mi esposa ya me lo había advertido desde el principio: --¿Para qué pierdes tanto tiempo? ¡A los colombófilos no les gusta leer! Pero emprendí, de todos modos, esta todavía inacabada aventura, por la simple razón de que comparto plenamente la siguiente reflexión del filósofo francés Jean Guittón: “Pienso que todo hombre que pasó el término de su vida en una función o en un oficio, debería decir en voz baja, delante de algunos  amigos, lo que recibió de sus maestros y lo que su propia experiencia le permitió añadir a eso. Debería confiar sus reflexiones sobre su trabajo y hacer intervenir a los otros, en la medida de lo posible, en sus operaciones. Esto tendría consecuencias felices aun para la vida del alma.” [1] Y también porque, habiendo tenido la suerte de conocer a un buen número colombicultores de extraordinaria sapiencia – cuyos nombres y apellidos no voy a mencionar aquí, habida cuenta de la tiranía del espacio (y más que nada para evitar omitir alguno)-- que pudiendo hacerlo con largueza, se fueron inesperada y lamentablemente de nuestro lado sin haber siquiera intentado esto, perdiéndose así para siempre lo mucho que meditaban y plasmaban en relación con nuestro quehacer; no podía menos que pensar que aquellos que fuimos sus discípulos, que retuvimos en parte sus enseñanzas y que estábamos más o menos en condiciones de poner en práctica la valiosa manera de pensar guittoniana, debíamos poner necesariamente manos a la obra, antes de que todo fuera demasiado tarde. Presiento asimismo que existe una necesidad y una urgencia verdaderamente imperiosas de hablar franca y directamente en la hora presente acerca de estos trascendentales asuntos, porque tal como lo vislumbraba años ha el perspicaz vidente colombicultural bahiense Enrique del Río, cuya amistad me honra, en su prevista “oleada de defunciones” (en nuestro medio nomás), calculada por él, en un exceso de optimismo, para el plazo de diez o veinte largos años, se está verificando ahora fatalmente, Y porque ella está teniendo lugar ante nuestros propios y azorados ojos, en medio de una por demás evidente escasez de nuevos reemplazantes, es muy probable que una suerte de agujero negro comience a devorar a poco trecho y una a una, inmisericordemente, a la totalidad de las asociaciones que nos nuclean, comenzando por las más pequeñas, renuentes, como siempre, a progresar y a sobrevivir mediante una apretada unión con las más fuertes. (Tal vez sea pedirles demasiado que abran el paraguas, porque los dirigentes y los asociados de número, tenemos en este ramo vocación de caníbales y siempre tratamos de devorarnos los unos a los otros.) Creo que de seguir así las cosas, los aficionados que supervivan en solitario a este predecible cataclismo, tendrán que inventar otra manera de sentir, de pensar y de actuar. Tal vez --y sólo tal vez—la solución venga por el lado de los colombódromos, únicos ámbitos éstos donde podrían seguir probando en adelante (y durante no sé cuánto tiempo), la aptitud de sus planteles reproductores; o por el de ciertas empresas comerciales, como en Bélgica, donde el dueño de una cervecería podía patrocinar tranquilamente la realización de las carreras que nos gustan y beneficiarse así con un porcentaje de las apuestas… y con el consiguiente aumento del consumo de la susodicha bebida. Pero, a menos que retrograden al estadio inaugural, estos hombres solitarios ya no serán “colombófilos” sino “criadores de palomas de carrera”, porque habrán aprendido para entonces que la primera voz no los define correctamente. Y si subsistiera alguna federación todavía (para agrupar y proteger a las asociaciones jurisdiccionales o provinciales que probablemente éstos formen o conserven aún), deberá cambiar también de nombre. Presiento que la nuestra se llamará entonces “Federación Argentina de Criadores de Palomas de Carrera”. Pero, ¿habrá tantos palomistas para esa época? ¿Habrá incluso palomas de carrera?  ¿Se las habrá sabido perfeccionar? ¿Habrá cesado la mala práctica de medicarlas permanentemente? ¿Habrá tomado conciencia el palomista común de la necesidad de criarlas metódicamente? ¿Habrá aprendido a distinguir entre los fines y los medios? ¿Habrá caído en la cuenta de que la inmensa mayoría de los grandes “colombófilos” fueron sí grandes preparadores, pero pésimos colombicultores? ¿Habrán comprendido finalmente que quienes ganan son las palomas y no ellos? ¿Las mencionarán en las publicaciones especializadas tal como correspondería hacerlo? ¿Figurarán en ellas sus líneas parentales, sus antecedentes deportivos, sus fotografías? ¿Habremos domeñado por entonces nuestro contumaz trogloditismo? Las palomas mensajeras verdaderas, fueron a parar al desván de los recuerdos perdidos tras el advenimiento del telégrafo de Chappe. El progreso las devoró. Durante mucho tiempo, este mismo factor jugó en favor de la evolución de la paloma de carrera. Hoy las cosas parecen estar cambiando. ¿Cuál será finalmente, entre las muchas posibles, la causa determinante de la desaparición de nuestras palomas? Yo creo que la peor de todas: nuestra pertinaz inadvertencia. Miramos, pero no vemos. Y si por casualidad vemos, miramos enseguida para el otro lado. Y ahora que ya estoy con un pie en el estribo, les confesaré que desde el vamos, no he podido resistir a la tentación de preguntarme una y otra vez (porque soy muy puntilloso en eso de llamar a las cosas por sus verdaderos nombres): ¿No hubiese sido mejor que titulara a estos cometarios, “El extraño caso de la bella y la bestia”? ¡Qué sé yo!


Agradeceré citar la fuente.


[1]  “Aprender a vivir y a pensar”.

El extraño caso del hombre y la bestia (XIII)


13.  LA MADRE DE LAS HISTORIAS.  Parte novena.  

 Mitos, supersticiones, hechicerías, cábalas, alquimias y sortilegios (continuación)



P
ara el tiempo que le tocó comenzar a ejercer su profesión al doctor Panettieri, era prácticamente un axioma tratar de mantener sanas las aves de corral mediante el uso de medicamentos “preventivos”. Se usaban los antibióticos de tres maneras: en cantidades subliminales, las suficientes como para frenar un poco la actividad de las bacterias del tracto digestivo, con vistas a obtener una mejor postura, nutrición y desarrollo ponderal; como preventivos, utilizándolos en dosis menores que las curativas, a modo de cerco perimetral, por las dudas el enemigo estuviera tratando de engañar a los centinelas; y como curativos, esto es, en las dosis adecuadas y durante el tiempo correspondiente en cada caso, para acabar totalmente con el agresor. Como, para citar un caso, los pollos parrilleros debían adquirir el tamaño y el peso requeridos para, a la edad más conveniente, eso es, sin tener que invertir en ellos más de lo debido, pudieran ser sacrificados y enviados al mercado, las dosis subliminares y las preventivas les venían a sus productores al pelo. Y las normas alimentarias lo permitían, siempre y cuando fueran sacrificados siete días después de interrumpir dicho suministro. Si las bacterias se habían vuelto resistentes en el ínterin, seguramente no sobrevirarían a la subsiguiente cocción de los pollos, así que no había nada que temer. Pero el uso dado en los dos primeros casos con relación a las aves que no iban a ser sacrificadas en el corto plazo, hizo que la resistencia presentada a los antibióticos por parte de las bacterias se convirtiera en un serio problema para la salud de las mismas. Esto se volvió evidente y espectacular entre nosotros, cuando comenzaron a observarse casos peligrosos de resistencia bacteriana en el aparentemente aséptico interior de los hospitales. Sucedió que su uso preventivo, había estimulado la aparición de una multitud de bacterias extremadamente virulentas y provocado el deceso de varias de las personas allí internadas. Tan alarmados estaban los médicos que aconsejaron no administrarlos en pacientes cuya enfermedad hubiese sido provocada por un virus (porque ellos no sirven de nada en tales casos), salvo que se necesitara tratar también una enfermedad oportunista. A causa de esta obstinada resistencia, los fabricantes de antibióticos se vieron precisados a tratar de hallar constantemente otros nuevos y, como van las cosas, hasta los últimos acabarán fatalmente por volverse inefectivos si no se toman las debidas precauciones. Yo creo que el doctor Panettieri debió de habernos alertado a este respecto; desaconsejando --de paso-- los tratamientos preventivos y curativos rutinarios de cualquier clase que fueren, incluyendo los pergeñados por él mismo, sugiriéndonos que acudiésemos a un profesional del ramo cada vez que creyésemos que nuestras palomas pudieran estar enfermas. No se debe medicar a tontas y a locas. No se debe tampoco hacerlo “por las dudas”. Sólo un médico veterinario especializado puede diagnosticar la presencia de una enfermedad en nuestras aves, localizar al agente etiológico y determinar qué fármacos debemos usar, en qué dosis y durante cuánto tiempo, para lograr su correcto tratamiento. Algunos creen también que fue el doctor Panettieri quién nos metió en la cabeza el omnipresente fantasma de las enfermedades y que a causa de eso es que hoy creemos que todas nuestras palomas están enfermas o podrían enfermarse en cualquier momento. Yo pienso que no fue así, porque asistí a algunos de sus cursos sobre inmunidad y profilaxis, de modo que no dudo que fuimos nosotros mismos quienes inventamos ese espectro. No fue tampoco su culpa que algunos impidan a sus aves posarse en la tierra por el temor cerval que les tienen a los tetrameres. Nos queda ahora por ver el problema de la medicación precompetitiva. Es esta una decisión absolutamente desastrosa. Para empezar, ni siquiera es infalible, porque las palomas también pueden clasificarse mal estando bajo los efectos de los medicamentos y ganar sin que se los hubiesen suministrado. Hay que tener palomas sanas, buenas, bien entrenadas, enviarlas en las mejores condiciones que puedan alcanzar y esperar tener un poco de suerte, porque aún así el tiempo atmosférico nos puede jugar una mala pasada. La medicación mal orientada y mal suministrada va a terminar finalmente con nuestras aves, al convertirlas en sujetos inferiores que ya no valdrá la pena criar. No mediquemos por nuestra cuenta. No obremos como hipocondríacos, medicando a nuestras aves “por si acaso”.  Utilicemos la ayuda profesional. Una vez le preguntaron a un  médico en qué dosis se podía usar determinado medicamento. --Las menos posibles, contestó. Había otro señor que se automedicaba siguiendo las indicaciones que leía en cierto libro de medicina. Al enterarse de eso, un doctor le dijo: --Señor mío: cualquier día de éstos usted se morirá de una fe de erratas.


Agradeceré citar la fuente.

El extraño caso del hombre y la bestia (XII)


Por Juan Carlos Rodolfo Ceballos

12.  LA MADRE DE LAS HISTORIAS.  Parte octava.   

Mitos, supersticiones, hechicerías, cábalas, alquimias y sortilegios (continuación)


L
a nociva práctica de medicar por nuestra cuenta (con fines preventivos al principio y ahora también con la idea de poder así clasificar entre los primeros[1]), nos fue llevando poco a poco a una situación límite sumamente insólita, que podríamos denominar, con toda propiedad: “la era de la drogadicción al revés”. Es que, de grado o por fuerza, nos hemos convertido en drogadependientes compulsivos, salvo que, en lugar de tomarnos nosotros mismos esas “milagrosas” sustancias medicinales, se las suministramos en forma totalmente irresponsable a nuestras indefensas palomas. ¿Cómo, cuándo y por qué nos ha venido esta verdadera manía? Yo creo que, en nuestro país al menos, nació en el tiempo aquel en que vinimos a saber, ¡al fin!, qué cosa era realmente la tricomoniasis y, además, que existía en Alemania una droga que podía curar ese abominable morbo. A los que pudieron traer ese remedio por primera vez, no sólo les pareció tener entre sus manos un elemento terapéutico mágico, sino que habían logrado tomar posesión también de un arma competicional que debía considerarse altamente secreta. Así que trataron de ocultarnos mañosamente su existencia mientras la usaban con el mayor de los sigilos en contra de nuestras palomas y, por carácter recíproco, de nosotros mismos. No creo que haya nadie que pueda sentirse asombrado o molesto por esto que estoy diciendo, porque siempre ha habido entre nosotros gente que ha querido ceñir en sus sienes los codiciados laureles de la victoria… aprovechándose de la ignorancia de los demás. Pero a estos pioneros, aunque pudieron curar durante bastante tiempo sus palomas y hacerse en el ínterin de una buena diferencia de puntos a su favor, no les fue del todo bien. Primero, porque como decía en mi escrito anterior, los antibióticos no confieren inmunidad, así que sus aves, al estar en permanente contacto con los gérmenes causales de la enfermedad en las cestas colectivas (medio de transmisión), volvían a contagiarse, y segundo, porque de una forma u otra algunos de sus rivales se avivaron también de la existencia de la prodigiosa arma y nivelaron prontamente los tantos. Y ocurrió que los que no alcanzaban a comprender  aún a qué se debía la suerte de los supuestos giles, les pareció como que el 2-amino-5 nitrotiazol había perdido eficacia en la medida prescrita, y la aumentaron, pero aun así no pudieron inclinar la balanza en su favor. Entonces dedujeron que su efecto mejoraría si les suministraban la droga momentos antes de llevarlas al local de encanastamiento, usando al efecto, como dosificador casero, la punta de una ballenita de esas que se estilaban usar en los cuellos de las camisas para mantener sus puntas bien tirantes. Para entonces todos los giles se habían avivado y el tricomonicida aquel se convirtió en moneda de uso corriente (y no tardó mucho en pasar a la historia.) El mal uso del fármaco permitió que las tricomonas más resistentes sobrevivieran, y para poder matar después a sus tozudas descendientes, hubo que apelar al Metronidazol primero, luego al Dimetridazol (que, debido a su gran toxicidad era un arma de doble filo), y últimamente al Ronidazole. Pero según es público y notorio, las tricomonas siguen vivitas y coleando, como buenos flagelados que son. (No otra cosa pasó entre nosotros con la penicilina, que fue sucesivamente reemplazada por nuevos y más poderosos antibióticos a causa de la resistencia que adquirieron una y otra vez los agentes etiológicos que ellos debían necesariamente eliminar.) De todas maneras, el uso generalizado de los antibióticos tardó mucho en instalarse entre nosotros, porque los que había disponibles no eran otros que los preparados para usar en las aves de corral (no habían sido fabricados ni dosificados específicamente para curar nuestras palomas), y de tener que utilizar alguno, aparte de diagnosticar intuitivamente, uno tenía que imitar a los curanderos y calcular la dosificación y el tiempo del tratamiento  a ojo de mal cubero. No teníamos, claro está, veterinario alguno que se hubiera consagrado a la exclusiva atención de nuestras aves y, para colmo, no había tampoco, como hay ahora, libros en castellano que pudieran enseñarnos algo acerca de las enfermedades más frecuentes de las palomas de carrera, de su prevención, sintomatología, pronóstico y tratamiento, salvo los que habían quedado muy rezagados en el tiempo (tanto, que en el caso de la tricomoniasis, hablaban de muguet, estomatitis aftosa, esofagitis, cáncer, etcétera, tratables, a veces, con sulfato de zinc) lo que era mejor que nada, a buen seguro, pero sólo eso. Entonces, de buenas a primeras, apareció en el firmamento “colombófilo” nacional el flamante doctor en medicina veterinaria, especializado en nuestras aves, Guillermo Horacio Panettieri, “Cacho”, para los que lo conocimos de cerca, cuya reciente pérdida tenemos hoy que lamentar. Él nos enseñó prácticamente la totalidad de lo que aprendimos acerca de las enfermedades de las palomas de carrera y, como si esto fuera poco, hasta cómo había que medicarlas en forma rutinaria para mantenerlas siempre sanas y, además, qué darles para hacerlas correr mejor y recuperarlas debidamente. Más que aprender algo sobre las enfermedades y acerca del peligro que entraña el uso indiscriminado de antibióticos, esto último fue lo que más agradó a los facilistas “deportivos”, porque ¿para qué ahondar en cosas tan oscuras si con sólo ceñirse al plan de Panettieri tenían todo resuelto?  Si se les quemaban los papeles, hasta podían enviarle a la Federación las sospechosas de hallarse enfermas, o ir hasta allá personalmente (hasta con un muestreo de deyecciones) para que Panettieri les dijera lo que tenían que hacer. Y a causa de esta probada vocación de servicio, yo siempre sentí por él una enorme admiración, afecto y respeto, porque no sólo era una persona sapiente, sino un hombre de bien. Sus detractores (de los que nadie está exento), decían a sus espaldas que lo movía el interés de enriquecerse a costa de los “colombófilos”. Al contrario de quienes se sintieron, al parecer, defraudados porque a su juicio no era él la versión masculina de la madre Teresa de Calcuta, yo pienso que tenía el derecho de ganar todo el dinero que quisiera o pudiera con el ejercicio de su profesión, porque para eso había estudiado. No otra cosa hacen los demás profesionales y hasta el trabajador cualificado. ¿Acaso no tenemos criadores que hacen su agosto (legítimamente) vendiendo palomas, alimentos e implementos varios? ¿Quién puede objetar que obren de esa manera? ¡Nadie! Muchos les estamos más que agradecidos de que hayan decidido dedicarse a esto, porque realmente nos benefician largamente poniendo a nuestra disposición lo que necesitamos. Nadie está obligado a comprar lo superfluo, o lo inconveniente, o lo que no nos gusta, o lo que podemos adquirir en otro lado. Ahora bien, el hecho de que el doctor Panettieri haya sido para mí lo que antes dije, no me impide que pueda ver en perspectiva su obra y señalar la porción de la misma que a mí me parece que no hizo del todo bien. Y antes de que alguien crea que me apresto a ofender su respetabilísima memoria, aclararé que no lo hizo del todo bien a pesar de él mismo, porque así estaban planteadas las cosas y lo siguen estando hasta ahora, cuando los hombres de ciencia hace poco que comenzaron a darse cuenta del ominoso peligro que ocultaba el medicar sistemáticamente a modo de prevención. Pero como explicar esto me llevará su tiempo, lo abordaré en mi próximo comentario.


 Agradeceré citar esta fuente.


[1]  En este caso no se medica ni para curar ni para prevenir, sino porque se cree que los antibióticos van a hacerlas correr mejor.

El extraño caso del hombre y la bestia (XI)

11.  LA MADRE DE LAS HISTORIAS.  Parte séptima.   

1. Mitos, supersticiones, hechicerías, cábalas, alquimias y sortilegios


E
n uno de mis anteriores comentarios hice mención a la necesidad de seleccionar palomas que fueran rústicas y, además, resistentes a las enfermedades. Por rusticidad debe entenderse una buena adaptación natural a los climas y ambientes en que se desenvuelven. Como deben regresar a sus palomares tratando de vencer los variados obstáculos que aparecen ese día (y a veces los siguientes) en su camino, y fundamentalmente, la situación climática imperante en cada oportunidad en que les toca hacer esto, es evidente que si no estuvieran en condiciones de superarlos, de poco y nada valdrían las cosas que hacemos de continuo para que puedan volar rápido y bien. Para colmo, el campeonato social comienza en nuestro país terminando el otoño y comenzando el invierno, lo que no pasa en Europa, de modo que tienen que acomodarse perfectamente a las muchas inconveniencias que esas frías estaciones traen aparejadas. Aparte de eso, muchas veces no regresan en el día de la suelta, así que si no estuviesen en condiciones de pasar la noche afuera, más valdría entonces que las dejásemos en casa. Sería un despropósito, por lo tanto, crearles artificialmente un clima demasiado confortable en el palomar cuando el primer día de la semana (domingo) deben quedar totalmente expuestas a las inclemencias del tiempo. No quiero decir con esto que deban dormir a la intemperie ni que su vida en el palomar no tenga que ser placentera, pero sí que no hay que pifiar en esto ni por exceso ni por defecto. Hay personas que creen que si tapan el frente de su palomar con una lámina plástica eso va a beneficiar a sus aves, y hay también otras que les encienden estufas, así la pasan mejor. Seguramente esas bienintencionadas personas saben que sus aves son animales homeotermos, como ellas mismas, pero ignoran a lo mejor que su temperatura corporal es muchísimo más elevada que la nuestra y que, haga frío o calor, ellas llevan siempre puestos sus abrigados sobretodos. Antes de dejar esta cuestión atrás, porque da para mucho, debo agregar que la falta de rusticidad está estrechamente vinculada con la temática que estoy  punto de abordar ahora: la salud, un asunto que en realidad merecería ser tratado con la amplitud necesaria y conveniente y que no creo que pueda reducirla a tres o cuatro carillas. Se define como salud, al funcionamiento normal y armónico de un organismo. Es un estado en el que se suceden, de un modo regular, todas las manifestaciones vitales (alimentación, metabolismo, movimiento, sensaciones, actividad síquica), permitiéndonos inferir así la constitución y funcionamiento normal de todos los órganos. Para la Organización Mundial de la Salud (OMS), se trata de un estado de completo bienestar físico, mental y social; no meramente una ausencia de enfermedad o invalidez. Se entiende por bienestar físico, la sensación especial que se experimenta cuando existe una adaptación integral del organismo al medio físico, biológico y social en que vive y se desarrolla. Por eso se dice también que la salud se halla condicionada al cumplimiento de la denominada ley del óptimo, ya que para que exista, es necesaria la influencia de un óptimo de aireación, de iluminación, de temperatura, de humedad, de sustancias alimenticias, de espacio disponible, de actividad, de descanso, de higiene, etcétera, etcétera. Ahora bien, lo opuesto diametralmente a este estado normal de equilibrio físico, psíquico y social de un organismo, es la enfermedad, definida como una desviación de la salud, una desadaptación del organismo a su medio, incluyéndose en este concepto las causadas por la carencia de factores nutritivos, la anormal actividad de algunas glándulas o células, las afecciones mentales, las infecciones, etc. Este estado antagónico de la salud, es, pues, el resultado de la presencia de una irregularidad en el funcionamiento orgánico, acompañada por modificaciones anatómicas, con la consiguiente pérdida de la sensación de bienestar. Entre las muchas causas que ocasionan las enfermedades puedo citar a modo de ejemplo y para no extenderme demasiado, la presencia de traumas mecánicos, la influencia de agentes térmicos y la agresión de los agentes macro y microbiológicos. Como a los aprendices de brujos que somos todos los palomistas, nos fascina el problema que está conectado con estos últimos, me parece conveniente que señale que para que una enfermedad de esa etiología pueda realmente presentarse, tres son los factores que deben concurrir indefectiblemente. Así como para que se desate un incendio hacen falta tres factores esenciales, material combustible, temperatura elevada y la existencia de oxígeno, para que una enfermedad pueda presentarse, deben interactuar conjuntamente tres cosas, el agente etiológico, el medio de transmisión y el estado de receptividad del individuo pasible de experimentarla. Si nosotros imposibilitamos la influencia de uno sólo de estos requisitos, ella no se presentará. No importa, pues, que existan, como existen, gérmenes patógenos por todas parte, si ellos no pueden llegar hasta el organismo al que podrían llegar a afectar, y tampoco si, habiendo llegado hasta él, éste se encuentra en condiciones de anularlos mediante el despliegue de sus defensas naturales. Naturalmente, si manejamos bien nuestro criadero, si alimentamos adecuadamente a nuestras aves y si ellas son naturalmente resistentes a las enfermedades, no se enfermarán. Hay que cuidarlas, sí, pero eso no quiere decir en modo alguno que debamos extremar  las medidas profilácticas al estilo de nuestros antecesores decimonónicos, a cal  y soplete, cayendo en el defecto contrario, porque si nuestras palomas vivieran en un medio completamente aséptico,  totalmente libre de agentes infecciosos, las defensas orgánicas no aprenderían a actuar, desconocerían totalmente al enemigo, y éste se aprovecharía de esa ignorancia para tomarlos por asalto. El problema que la inmensa mayoría de los criadores de palomas de carrera tiene en estos momentos, es que cree que las suyas están siempre enfermas, que la salud es en ellas la excepción y no la regla. (Deberían saber y tener siempre en cuenta, que no hay enfermedades hasta que no se manifiestan en los enfermos y que es a éstos a quienes hay que tratar de curar cuando realmente lo están.) Y como creen que están constantemente enfermas, suponen que el único recurso del que disponen para poder clasificarlas en los concursos, consiste en medicarlas permanentemente. Es una patética y perjudicial necedad ponerse a luchar contra enfermedades totalmente imaginarias, porque los remedios, cuando esta insensatez ocurre, terminan resultando peores que ellas. ¿Qué queremos curar en un organismo que no está enfermo? ¿Por qué desestabilizar tontamente el equilibrio de la fauna microbiana benéfica? Todos los seres vivientes la tienen y (como podemos ver en nosotros mismos) normalmente no los afecta para nada. ¿Qué es lo que se desea impedir? ¿Las enfermedades bacterianas? Ellas no se pueden prevenir, justamente porque los medicamentos de que disponemos para combatirlas, al contario de las vacunas, no alertan a los mecanismos inmunitarios que el organismo posee para que, de llegar realmente a presentarse, puedan entrar rápidamente en acción. Es como gastar pólvora en chimangos. La paloma de carrera debe ser naturalmente sana. Debemos criar ejemplares que sean resistentes a las enfermedades. Los débiles y los que se enferman constantemente no nos sirven para nada. Además, curar innecesariamente y curar mal, lo único que hace es aumentar la resistencia de los agentes patógenos a la acción de los antibióticos y a eso nos está llevando por estos días el suministro indiscriminado de fármacos a nuestras aves. ¿Con qué vamos a curar cuando ellos se vuelvan ineficaces? Es una verdadera pena que las autoridades correspondientes no hayan prohibido aún la venta libre de antibióticos de uso veterinario, porque su acceso irrestricto permite que personas que no saben un corno de medicina se conviertan en chamanes, brujos y hechiceros, sin darse cuenta de las consecuencias nefastas a las que esta incalificable práctica puede conducir y que por lo general conduce.  




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