viernes, 24 de diciembre de 2010

El extraño caso del hombre y la bestia (XIV)

14.  La madre de las historias  Parte décima:  

Barajar y dar de nuevo 

 (o El preanunciado ocaso de la “colombofilia” que todos conocemos)


C
omo podrán ustedes  imaginar, siendo este un asunto que tiene de suyo múltiples aristas, si quisiera seguir hilando fino, me quedaría aún muchísima tela para cortar. Pero creo que ya he expresado mucho más de lo que me proponía al principio decirles y, seguramente, de lo que algunos estaban dispuestos a soportar. (Si tal fuera el caso de la persona que me ha enviado recientemente dos mensajes digitales intentando fraguar la dirección del correo electrónico de mi amigo Julio César, le diré que como la máquina advierte acerca de estos intentos de substitución de identidad, los he eliminado sin abrirlos, no fuera que contuviesen algún virus informático.) Así que, después de escribir este comentario meteré violín en bolsa. Agradezco a quienes hayan leído mis opiniones, las compartan o no. A decir verdad, antes de que comenzara a escribirlas, dudaba mucho que pudieran concitar el interés de más de cinco personas, porque podría contar con los dedos de una mano a los colegas autóctonos que sé que pueden llegar a sentir ganas de adentrarse en estos complicados asuntos, cuasi filosóficos. La inmensa mayoría, prefiere prestar oídos a una temática por demás trillada pero jamás desdeñada: la que tiene que ver con la preparación para los concursos y lo demás que gira en torno a ellos. A sólo eso se reduce su interés colombicultural. Sin embargo, tenía ganas de desgranarlas. Y a decir verdad, tomé esta decisión porque estoy realmente cansado de esperar que se presenten en nuestro ámbito las condiciones propicias para comenzar a tratar seriamente estos asuntos y porque, habida cuenta de mi edad, no quisiera abandonar este mundo sin haber expresado, aunque más no fuera en parte, lo mucho que tengo para decir. Por otra parte, pertenezco a la generación del 37 y tras dedicar 57 años de mi vida a la cría de las aves que nos ocupan, creo que me asiste el derecho de exponer sinceramente mis opiniones. Pero me tomé este trabajo, más que nada, porque aunque pareciera que podría terminar en el transcurso de este año el libro que he venido escribiendo desde hace ya muchísimo tiempo sobre la historia de nuestras aves, no sé si llegaré finalmente a editarlo. Y yo quería decir algo acerca de lo que digo en él. Las editoriales no están dispuestas a publicar textos que sólo muy pocos tendrían ganas de leer y yo no estoy dispuesto a costear su impresión poniendo plata de mi bolsillo, como han venido haciendo en nuestro país algunas bienintencionadas personas, de Germán De Lara a esta parte. ¿Creerían ellos ahora que valió la pena? La verdad es que “Cada maestrito tiene su librito, y el de los otros… no le importa un pito.” No es agradable llegar a esa conclusión, pero deberé asumirla. Mas no vayan ustedes a creer que yo no sabía de antemano que la cosa podría terminar así. Mi esposa ya me lo había advertido desde el principio: --¿Para qué pierdes tanto tiempo? ¡A los colombófilos no les gusta leer! Pero emprendí, de todos modos, esta todavía inacabada aventura, por la simple razón de que comparto plenamente la siguiente reflexión del filósofo francés Jean Guittón: “Pienso que todo hombre que pasó el término de su vida en una función o en un oficio, debería decir en voz baja, delante de algunos  amigos, lo que recibió de sus maestros y lo que su propia experiencia le permitió añadir a eso. Debería confiar sus reflexiones sobre su trabajo y hacer intervenir a los otros, en la medida de lo posible, en sus operaciones. Esto tendría consecuencias felices aun para la vida del alma.” [1] Y también porque, habiendo tenido la suerte de conocer a un buen número colombicultores de extraordinaria sapiencia – cuyos nombres y apellidos no voy a mencionar aquí, habida cuenta de la tiranía del espacio (y más que nada para evitar omitir alguno)-- que pudiendo hacerlo con largueza, se fueron inesperada y lamentablemente de nuestro lado sin haber siquiera intentado esto, perdiéndose así para siempre lo mucho que meditaban y plasmaban en relación con nuestro quehacer; no podía menos que pensar que aquellos que fuimos sus discípulos, que retuvimos en parte sus enseñanzas y que estábamos más o menos en condiciones de poner en práctica la valiosa manera de pensar guittoniana, debíamos poner necesariamente manos a la obra, antes de que todo fuera demasiado tarde. Presiento asimismo que existe una necesidad y una urgencia verdaderamente imperiosas de hablar franca y directamente en la hora presente acerca de estos trascendentales asuntos, porque tal como lo vislumbraba años ha el perspicaz vidente colombicultural bahiense Enrique del Río, cuya amistad me honra, en su prevista “oleada de defunciones” (en nuestro medio nomás), calculada por él, en un exceso de optimismo, para el plazo de diez o veinte largos años, se está verificando ahora fatalmente, Y porque ella está teniendo lugar ante nuestros propios y azorados ojos, en medio de una por demás evidente escasez de nuevos reemplazantes, es muy probable que una suerte de agujero negro comience a devorar a poco trecho y una a una, inmisericordemente, a la totalidad de las asociaciones que nos nuclean, comenzando por las más pequeñas, renuentes, como siempre, a progresar y a sobrevivir mediante una apretada unión con las más fuertes. (Tal vez sea pedirles demasiado que abran el paraguas, porque los dirigentes y los asociados de número, tenemos en este ramo vocación de caníbales y siempre tratamos de devorarnos los unos a los otros.) Creo que de seguir así las cosas, los aficionados que supervivan en solitario a este predecible cataclismo, tendrán que inventar otra manera de sentir, de pensar y de actuar. Tal vez --y sólo tal vez—la solución venga por el lado de los colombódromos, únicos ámbitos éstos donde podrían seguir probando en adelante (y durante no sé cuánto tiempo), la aptitud de sus planteles reproductores; o por el de ciertas empresas comerciales, como en Bélgica, donde el dueño de una cervecería podía patrocinar tranquilamente la realización de las carreras que nos gustan y beneficiarse así con un porcentaje de las apuestas… y con el consiguiente aumento del consumo de la susodicha bebida. Pero, a menos que retrograden al estadio inaugural, estos hombres solitarios ya no serán “colombófilos” sino “criadores de palomas de carrera”, porque habrán aprendido para entonces que la primera voz no los define correctamente. Y si subsistiera alguna federación todavía (para agrupar y proteger a las asociaciones jurisdiccionales o provinciales que probablemente éstos formen o conserven aún), deberá cambiar también de nombre. Presiento que la nuestra se llamará entonces “Federación Argentina de Criadores de Palomas de Carrera”. Pero, ¿habrá tantos palomistas para esa época? ¿Habrá incluso palomas de carrera?  ¿Se las habrá sabido perfeccionar? ¿Habrá cesado la mala práctica de medicarlas permanentemente? ¿Habrá tomado conciencia el palomista común de la necesidad de criarlas metódicamente? ¿Habrá aprendido a distinguir entre los fines y los medios? ¿Habrá caído en la cuenta de que la inmensa mayoría de los grandes “colombófilos” fueron sí grandes preparadores, pero pésimos colombicultores? ¿Habrán comprendido finalmente que quienes ganan son las palomas y no ellos? ¿Las mencionarán en las publicaciones especializadas tal como correspondería hacerlo? ¿Figurarán en ellas sus líneas parentales, sus antecedentes deportivos, sus fotografías? ¿Habremos domeñado por entonces nuestro contumaz trogloditismo? Las palomas mensajeras verdaderas, fueron a parar al desván de los recuerdos perdidos tras el advenimiento del telégrafo de Chappe. El progreso las devoró. Durante mucho tiempo, este mismo factor jugó en favor de la evolución de la paloma de carrera. Hoy las cosas parecen estar cambiando. ¿Cuál será finalmente, entre las muchas posibles, la causa determinante de la desaparición de nuestras palomas? Yo creo que la peor de todas: nuestra pertinaz inadvertencia. Miramos, pero no vemos. Y si por casualidad vemos, miramos enseguida para el otro lado. Y ahora que ya estoy con un pie en el estribo, les confesaré que desde el vamos, no he podido resistir a la tentación de preguntarme una y otra vez (porque soy muy puntilloso en eso de llamar a las cosas por sus verdaderos nombres): ¿No hubiese sido mejor que titulara a estos cometarios, “El extraño caso de la bella y la bestia”? ¡Qué sé yo!


Agradeceré citar la fuente.


[1]  “Aprender a vivir y a pensar”.

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