viernes, 24 de diciembre de 2010

El extraño caso del hombre y la bestia (XII)


Por Juan Carlos Rodolfo Ceballos

12.  LA MADRE DE LAS HISTORIAS.  Parte octava.   

Mitos, supersticiones, hechicerías, cábalas, alquimias y sortilegios (continuación)


L
a nociva práctica de medicar por nuestra cuenta (con fines preventivos al principio y ahora también con la idea de poder así clasificar entre los primeros[1]), nos fue llevando poco a poco a una situación límite sumamente insólita, que podríamos denominar, con toda propiedad: “la era de la drogadicción al revés”. Es que, de grado o por fuerza, nos hemos convertido en drogadependientes compulsivos, salvo que, en lugar de tomarnos nosotros mismos esas “milagrosas” sustancias medicinales, se las suministramos en forma totalmente irresponsable a nuestras indefensas palomas. ¿Cómo, cuándo y por qué nos ha venido esta verdadera manía? Yo creo que, en nuestro país al menos, nació en el tiempo aquel en que vinimos a saber, ¡al fin!, qué cosa era realmente la tricomoniasis y, además, que existía en Alemania una droga que podía curar ese abominable morbo. A los que pudieron traer ese remedio por primera vez, no sólo les pareció tener entre sus manos un elemento terapéutico mágico, sino que habían logrado tomar posesión también de un arma competicional que debía considerarse altamente secreta. Así que trataron de ocultarnos mañosamente su existencia mientras la usaban con el mayor de los sigilos en contra de nuestras palomas y, por carácter recíproco, de nosotros mismos. No creo que haya nadie que pueda sentirse asombrado o molesto por esto que estoy diciendo, porque siempre ha habido entre nosotros gente que ha querido ceñir en sus sienes los codiciados laureles de la victoria… aprovechándose de la ignorancia de los demás. Pero a estos pioneros, aunque pudieron curar durante bastante tiempo sus palomas y hacerse en el ínterin de una buena diferencia de puntos a su favor, no les fue del todo bien. Primero, porque como decía en mi escrito anterior, los antibióticos no confieren inmunidad, así que sus aves, al estar en permanente contacto con los gérmenes causales de la enfermedad en las cestas colectivas (medio de transmisión), volvían a contagiarse, y segundo, porque de una forma u otra algunos de sus rivales se avivaron también de la existencia de la prodigiosa arma y nivelaron prontamente los tantos. Y ocurrió que los que no alcanzaban a comprender  aún a qué se debía la suerte de los supuestos giles, les pareció como que el 2-amino-5 nitrotiazol había perdido eficacia en la medida prescrita, y la aumentaron, pero aun así no pudieron inclinar la balanza en su favor. Entonces dedujeron que su efecto mejoraría si les suministraban la droga momentos antes de llevarlas al local de encanastamiento, usando al efecto, como dosificador casero, la punta de una ballenita de esas que se estilaban usar en los cuellos de las camisas para mantener sus puntas bien tirantes. Para entonces todos los giles se habían avivado y el tricomonicida aquel se convirtió en moneda de uso corriente (y no tardó mucho en pasar a la historia.) El mal uso del fármaco permitió que las tricomonas más resistentes sobrevivieran, y para poder matar después a sus tozudas descendientes, hubo que apelar al Metronidazol primero, luego al Dimetridazol (que, debido a su gran toxicidad era un arma de doble filo), y últimamente al Ronidazole. Pero según es público y notorio, las tricomonas siguen vivitas y coleando, como buenos flagelados que son. (No otra cosa pasó entre nosotros con la penicilina, que fue sucesivamente reemplazada por nuevos y más poderosos antibióticos a causa de la resistencia que adquirieron una y otra vez los agentes etiológicos que ellos debían necesariamente eliminar.) De todas maneras, el uso generalizado de los antibióticos tardó mucho en instalarse entre nosotros, porque los que había disponibles no eran otros que los preparados para usar en las aves de corral (no habían sido fabricados ni dosificados específicamente para curar nuestras palomas), y de tener que utilizar alguno, aparte de diagnosticar intuitivamente, uno tenía que imitar a los curanderos y calcular la dosificación y el tiempo del tratamiento  a ojo de mal cubero. No teníamos, claro está, veterinario alguno que se hubiera consagrado a la exclusiva atención de nuestras aves y, para colmo, no había tampoco, como hay ahora, libros en castellano que pudieran enseñarnos algo acerca de las enfermedades más frecuentes de las palomas de carrera, de su prevención, sintomatología, pronóstico y tratamiento, salvo los que habían quedado muy rezagados en el tiempo (tanto, que en el caso de la tricomoniasis, hablaban de muguet, estomatitis aftosa, esofagitis, cáncer, etcétera, tratables, a veces, con sulfato de zinc) lo que era mejor que nada, a buen seguro, pero sólo eso. Entonces, de buenas a primeras, apareció en el firmamento “colombófilo” nacional el flamante doctor en medicina veterinaria, especializado en nuestras aves, Guillermo Horacio Panettieri, “Cacho”, para los que lo conocimos de cerca, cuya reciente pérdida tenemos hoy que lamentar. Él nos enseñó prácticamente la totalidad de lo que aprendimos acerca de las enfermedades de las palomas de carrera y, como si esto fuera poco, hasta cómo había que medicarlas en forma rutinaria para mantenerlas siempre sanas y, además, qué darles para hacerlas correr mejor y recuperarlas debidamente. Más que aprender algo sobre las enfermedades y acerca del peligro que entraña el uso indiscriminado de antibióticos, esto último fue lo que más agradó a los facilistas “deportivos”, porque ¿para qué ahondar en cosas tan oscuras si con sólo ceñirse al plan de Panettieri tenían todo resuelto?  Si se les quemaban los papeles, hasta podían enviarle a la Federación las sospechosas de hallarse enfermas, o ir hasta allá personalmente (hasta con un muestreo de deyecciones) para que Panettieri les dijera lo que tenían que hacer. Y a causa de esta probada vocación de servicio, yo siempre sentí por él una enorme admiración, afecto y respeto, porque no sólo era una persona sapiente, sino un hombre de bien. Sus detractores (de los que nadie está exento), decían a sus espaldas que lo movía el interés de enriquecerse a costa de los “colombófilos”. Al contrario de quienes se sintieron, al parecer, defraudados porque a su juicio no era él la versión masculina de la madre Teresa de Calcuta, yo pienso que tenía el derecho de ganar todo el dinero que quisiera o pudiera con el ejercicio de su profesión, porque para eso había estudiado. No otra cosa hacen los demás profesionales y hasta el trabajador cualificado. ¿Acaso no tenemos criadores que hacen su agosto (legítimamente) vendiendo palomas, alimentos e implementos varios? ¿Quién puede objetar que obren de esa manera? ¡Nadie! Muchos les estamos más que agradecidos de que hayan decidido dedicarse a esto, porque realmente nos benefician largamente poniendo a nuestra disposición lo que necesitamos. Nadie está obligado a comprar lo superfluo, o lo inconveniente, o lo que no nos gusta, o lo que podemos adquirir en otro lado. Ahora bien, el hecho de que el doctor Panettieri haya sido para mí lo que antes dije, no me impide que pueda ver en perspectiva su obra y señalar la porción de la misma que a mí me parece que no hizo del todo bien. Y antes de que alguien crea que me apresto a ofender su respetabilísima memoria, aclararé que no lo hizo del todo bien a pesar de él mismo, porque así estaban planteadas las cosas y lo siguen estando hasta ahora, cuando los hombres de ciencia hace poco que comenzaron a darse cuenta del ominoso peligro que ocultaba el medicar sistemáticamente a modo de prevención. Pero como explicar esto me llevará su tiempo, lo abordaré en mi próximo comentario.


 Agradeceré citar esta fuente.


[1]  En este caso no se medica ni para curar ni para prevenir, sino porque se cree que los antibióticos van a hacerlas correr mejor.

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