jueves, 23 de diciembre de 2010

El extraño caso del hombre y la bestia (I)


1.  Cuando la cola no es pecho ni el espinazo cadera



Debido a que el hombre es, al fin y al cabo, la medida de todas las cosas, no debería sorprendernos para nada que los relatores de ciertas historias nos las cuenten de manera notablemente diferente, no obstante versar sobre los mismos acontecimientos.
Hayan o no sido testigos presenciales de los hechos, cada uno ve “la realidad” desde su personalísimo punto de vista.
Por otra parte, es imposible que un observador pueda captar la totalidad lo que pudo ocurrir en el curso de un acontecimiento determinado.
Por eso, para tratar de averiguar cómo se produjo un hecho, los investigadores deben evitar que los testigos presenciales puedan contarse lo que cada uno creyó haber visto. Si ello ocurriese, jamás se podría saber qué es lo que cada uno de ellos vio en realidad.
Si esto pasa con la captación de los sucesos en el momento mismo en que estaban ocurriendo, imagínense qué es lo que podría acontecer cuando se trata de historiar lo que sucedió allá lejos y hace tiempo.
Para evitar el macaneo, el cronista debe disponer de fuentes confiables, y de documentos que prueben fehacientemente lo que otros dicen y lo que él mismo barrunta, porque si se atuviera a las habladurías, a las conjeturas más o menos plausibles, ¡bonita historia resultaría de todo eso!
Ahora imagínense que muchos de estos señores confundan feamente los personajes centrales de la historia que quieren contarnos. Que digan, por ejemplo, que ésta tiene que ver con Alejandro Magno, cuando en realidad, la mayor parte de la información que han estado recolectando se refiera a Filipo II, su padre. ¿Menudo lio se armaría no?
Pues bien, eso es lo que ha sucedido precisamente entre los cronistas de las palomas “mensajeras”.
Todos cuantos nos han venido hablando hasta ahora sobre esta cuestión erraron feamente de sujeto y, para colmo, utilizaron las más de las veces, tanto para armarla como para repetirla a lo loro, lo que expresaron  al respecto personas poco o nada confiables, sin citar dónde pueden consultarse los documentos testimoniales que avalarían lo que expresan y basándose, además, en un maremágnum de mitos y creencias indigeribles.
Las historias, para que puedan resultarnos provechosas, tienen forzosamente que concernir a sujetos concretos e indubitables y alcanzar un altísimo grado de verosimilitud, requisitos que la de las referidas palomas no reúne para nada en el primer caso y sólo a medias en el segundo.
Para empezar, no versa exactamente sobre las palomas mensajeras  propiamente dichas, de ahí que un poco más arriba haya tenido que entrecomillar el término que hace referencia a esa supuesta aplicación.
Lo que estos comentaristas a la violeta tenían ganas de narrar en realidad, era la historia de la paloma belga de carrera. Pero no supieron diferenciarla de la de las proverbiales mensajeras, fueran ellas ocasionales o no, porque pensaban, muy cándidamente por cierto, que se las tenían que ver con la misma bestezuela.
La historia de las palomas mensajeras propiamente dichas, es harina de otro costal.
 Y dicho sea de paso, ella no puede remontarse, como muchos han querido hacerlo, a la quinta dinastía egipcia. La persona que difundió por primera vez tal noticia, interpretó  equivocadamente lo que el profesor Birch le había dicho Darwin: que durante la misma, las palomas domésticas figuraron en una comida servida al faraón de turno.
Las que realmente oficiaron de correos habituales en el continente europeo, por su parte, lo hicieron en el curso del siglo XIX y durante muy breve lapso. En efecto, a pocos años de haberse inaugurado allí ese servicio, el telégrafo óptico de Chappe primero, y el alámbrico después, acabaron con ellas.
A los fines prácticos, la única parte de la historia de las mensajeras genuinas que a nosotros nos interesa conocer debidamente es esta última, porque ella es la que nos permite datar el comienzo de las carreras de palomas en Bélgica y saber que se iniciaron, precisamente, con las que quedaron sin trabajo en aquella ocasión.
Tales palomas, transformadas de buenas a primeras en especímenes de carrera, también tuvieron un ciclo de corta actuación. No bien se percataron sus usuarios de que no eran las que ellos necesitaban, las fueron reemplazando por los primeros prototipos de la de carrera, o las mezclaron repetidamente con éstos, y desaparecieron entonces para siempre.
Los historiadores de las palomas mensajeras auténticas, entre los que me encuentro, podrán llevar tan lejos como puedan la búsqueda de testimonios confiables acerca de su presencia en la antigüedad, pero no la podrán catapultar jamás, en sentido contrario, más allá de la segunda mitad del siglo XIX, cuando ellas dejaron de existir definitivamente como tales.
Y no podrían hacerlo aunque quisieran, porque tal como podrá inferirse a través de lo expuesto, la historia de la paloma de carrera comenzó, justamente, en  ese preciso momento.

Corolario: No existen ya las palomas mensajeras. Las razas supervivientes que cumplieron esa importantísima función, hoy degeneradas, pertenecen ahora a la nómina de las que se conocen en la clasificación utilitaria de las columbas domésticas como “de ornamentación, lujo, exposición o fantasía” y algunas, hasta entre las consideradas “de aprovechamiento cárneo”.
La de nuevo cuño, que comenzó a gestarse en Amberes cuando corría la primera década de 1850, es la belga de carrera.
Y ahora que ya lo sabemos, llamémosla como corresponde.

El presente forma parte de una serie de comentarios que publiqué en cierto foro colombófilo, antes de disponer de este espacio propio, entre enero y febrero de 1999.  Como entiendo que no han perdido actualidad, los publico por aquí, ya que me gustaría muchísimo que también pudiesen leerlos quienes no formaban parte de dicho grupo en aquella ocasión.

 Se agradecerá citar la fuente.

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