jueves, 13 de mayo de 2010

Las Mensajeras de la Batalla del Río Gránico

Extractado de mi libro “La verdadera historia de las palomas mensajeras” (Un cacho de Colomb & Cultura.) Agradeceré citar la fuente.

Entre las incontables participaciones que se les atribuyen a las palomas mensajeras en otros tantos teatros bélicos, se encuentra una que hace referencia a la batalla del río Gránico. Nosotros estimamos que se trata de otra de las muchas fantasías elucubradas por los cronistas de estas aves. Veamos por qué pensamos así. Se conoce con el nombre antes dicho al combate protagonizado por el ejército del veinteañero rey macedonio Alejandro III, el Magno (356-323 a.C.), hijo de Filipo II, “el Tuerto” y de Olimpia de Epiro, y las fuerzas del Imperio persa de Darío III, al mando en ese especial momento del mercenario rodio Memnon, porque el choque ocurrió a principios del mes de junio de 334 a.C. en las inmediaciones del río Gránico. Éste es un riachuelo costero, de curso rápido, que discurre por el territorio de la actual Turquía, en cercanías de la antigua ciudad de Troya. Alejandro emprendió su guerra contra el citado rey, según podrá verse, durante la primavera boreal de aquel año, cruzando el estrecho de Dardanelos, que comunica los mares Egeo y Mármara, al frente de un ejército de unos 365.000 hombres (entre macedonios y griegos.) Después de caer en sus manos, sin presentar resistencia, varios burgos y aldeas, capturó Lampsaco, la ciudad de citado Memnón, y la plaza fuerte de Príapo, fortaleza ésta desde donde podía divisarse la dilatada planicie circundante. Un poco más lejos de allí, hacia el este, las fuerzas persas se encaminaban hacia el mar, siguiendo la margen derecha del mencionado cauce. Para ir al encuentro de sus enemigos, que habían erigido su campamento en la llanura de Zelia, Alejandro tuvo que atravesar el Troad, una región surcada por varios ríos que fluían hacia el mar de Mármara, uno de los cuales era el Gránico. Sus enemigos, confiaban en que éste les brindaría buena protección contra la embestida de las tropas alejandrinas, haciendo las veces de largo y peligroso foso de contención. Contaba en esos momentos el bien fogueado y prestigioso Memnon de Rodas, al servicio de Darío, según dejáramos dicho, con casi 20.000 hombres de infantería y otros tantos de caballería. Los infantes de refuerzo que venían para reunírsele, harían ascender aquel número a unos 100 mil, pero llegarían a destiempo. Alejandro se aproximaba al enemigo atravesando un terreno llano que le permitiría anticipar cómodamente el despliegue de sus fuerzas. El cuerpo principal de su infantería pesada avanzaba formando dos columnas en tándem, con la caballería guardando sus flancos. Los sucedían los encargados de transportar la impedimenta. Una fuerza de reconocimiento, compuesta por lanceros a caballo y alrededor de 500 infantes, constituía su vanguardia. Y ocurrió entonces que, tras completar una de aquellas expediciones exploratorias, cuando el contingente macedonio se hallaba a unos pocos kilómetros del río aquel y se estaba acercando el final del día, unos mensajeros enviados por Eguelochus, el oficial que dirigía aquella avanzadilla, pusieron en conocimiento de Alejandro que el ejército persa se encontraba instalado en el otro lado del río y había formado ya su línea de batalla. Podemos ver aquí con absoluta claridad, que el rey macedonio contaba a la sazón con un servicio de comunicaciones servido por personas, no por palomas mensajeras. Esta estructura especializada, formaba parte de una formación táctica de gran poderío bélico, llamada “falange”, inventada en el siglo VI a.C., por los espartanos, y que en el caso que ahora nos ocupa, estaba formada por 64 unidades básicas, especies éstas de batallones integrados por 256 hombres, distribuidos a lo largo en 16 filas de 16 hombres cada una, mandada cada una de ellas por un jefe denominado “Ourago", quien era el que encabezaba la fila. Tenía éste un segundo al mando, que ocupaba el último lugar de la misma. Cada una de ellas contaba, además, con otros dos jefes subalternos, que marchaban a la batalla ocupando el cuarto y el octavo lugar de la hilera. A lo largo del frente de esa ordenada formación, se desplegaba una compleja cadena de comando que no viene al caso que pormenoricemos acá; empero sí convendría señalar que la falange completa, compuesta por dos alas, era mandada por un Estrategos y que a retaguardia de la misma, existían cinco estamentos importantes, correspondientes respectivamente al heraldo, el señalero, el trompetero, los extra Ouragos y un ayudante. Este "heraldo" era el encargado de llevar y traer los mensajes, mientras que el señalero era quien se ocupaba de emitir y recibir las indicaciones visuales que se cursaban, principalmente a través del fuego. Durante toda la campaña de Alejandro, el encargado de asistir los servicios auxiliares, incluyendo los concernientes a las comunicaciones y los transportes, fue Hefestión, el amigo íntimo del monarca macedonio, muerto en el 324 a.C. Después de enterarse a través de esos mensajeros ecuestres profesionales dónde y de qué manera se encontraba esperándolo el ejército Persa, Alejandro desplegó el suyo y se aprestó a pelear. Intervino entonces Parmenio, su principal lugarteniente, sugiriendo que debían acampar y pasar la noche allí para no emprender a tales horas el peligroso cruce del torrentoso cauce y enfrentarse en inferioridad de condiciones con el contingente enemigo, cuya vanguardia lo esperaba expectante en sus escarpadas orillas. (El plan que los generales persas habían concebido consistía en concentrar principalmente su ataque en la persona de Alejandro, con la esperanza de eliminarlo.) Preveía Parmenio claramente, que cuando cruzaran el río se produciría una peligrosa fragmentación en el ejército greco-macedónico pudiendo éste quedar entonces a merced del enemigo. Alejandro, capitalizando la información que iba recibiendo a través de aquellos mensajeros, descartó de plano aquella idea porque para él, ése era el mejor momento para dar comienzo a la lucha, ya que sabía que los refuerzos de la infantería persa se hallaban ya en camino y sólo una acción rápida y decidida potenciaría al máximo las posibilidades de sus fuerzas, que eran numéricamente inferiores a las de sus oponentes. Además, si esperaba la llegada del alba para atacar, tendrían que luchar teniendo el sol de frente, lo que les ocasionaría gravísimos inconvenientes. También en los prolegómenos de esta importantísima batalla, Memnon, el mercenario rodio, les decía a sus generales que se hallaba totalmente persuadido de que lo mejor que podían hacer para derrotar al ejército de Alejandro era replegarse lentamente e incendiar las cosechas y los campos, quemar los graneros, destruir los forrajes y, en caso de ser necesario, arrasar las poblaciones que encontraría a su paso, para privar a su ejército de sustento. Después de desgastar de ese modo sus fuerzas, pensaba Memnon, y de utilizar en el ínterin a la marina persa para defender las ciudades costeras, el ejército macedonio quedaría totalmente aislado, tanto de Asia como de Europa, y ya no podría resistir. Los generales persas, resentidos porque el mando de las fuerzas con que contaban en ese lugar le había sido confiado a un extranjero, rechazaron su criteriosa propuesta y decidieron trabarse inmediatamente en lucha. El ataque macedonio se inició justo en el lugar donde confluían el citado río y la carretera que llevaba a Zelia, camino éste que los persas utilizaban asiduamente para satisfacer sus necesidades comerciales y comunicacionales. Al acercarse a las orillas del Gránico, los ballesteros persas, muchos de los cuales se desplazaban a caballo, los asaetaron profusamente y los mercenarios griegos salieron también a hostilizarlos. Alejandro, a todo esto, cabalgando en Bucéfalo al frente de sus Compañeros de Macedonia, un cuerpo de élite creado por su padre, describiendo un movimiento envolvente, avanzaba por el vertiginoso curso de agua, corriente arriba. Parmenio permaneció en el lugar del asentamiento, protegiendo esa orilla del río, para evitar que los enemigos lo cruzaran. Al abrir Alejandro ese frente de batalla y debido al ímpetu de su ataque, los persas, en apoyo de su ala izquierda, movilizaron la caballería desde la parte central, generando de este modo un dramático desequilibrio de fuerzas que comenzó a perfilar tempranamente el resultado del combate. Los greco-macedonios entraron entonces en el río con un impulso y un griterío tal que por un momento dejó estupefactos a los oficiales persas. Alejandro y los Compañeros se volvieron momentáneamente invisibles a causa de los contornos del terreno, las vueltas del Gránico y los muchos árboles que medraban en sus márgenes. Al alcanzar la orilla opuesta, los hombres de Alejandro fueron recibidos con andanadas de armas arrojadizas y chocaron violentamente contra la caballería persa y la infantería pesada de Memnon, que los había estado esperando en un sector sumamente privilegiado. Pero los persas fueron tomados por sorpresa cuando Alejandro apareció de repente por la izquierda, obligándolos a abandonar la parte central de la contienda para poder enfrentarlo. Fue así que las orillas del río del lado de los persas quedaron peligrosamente desprotegidas y los macedonios pudieron entonces desbordarlos y consolidar su cabeza de playa. En cuanto a la caballería de Darío, cayó en las garras del movimiento de pinzas envolvente que llevaba a cabo Alejandro, y como las lanzas dificultaban la pelea y se quebraban, ambos bandos recurrieron a las filosas espadas. Empujados de las orillas del Gránico y ya en plena confusión, los persas comenzaron a ceder y huyeron luego desordenadamente, perdiendo en el campo como un millar de jinetes. Los mercenarios griegos se retiraron entonces a un lugar más elevado, defendiendo su nueva posición corajudamente. Pero al final fueron rodeados y los más de ellos masacrados. Los que sobrevivieron, fueron remitidos después, encadenados, a Macedonia, para que cumplieran allí la pena de trabajos forzados que Alejandro les aplicó por haber combatido a favor de los bárbaros. Memnon pudo escapar al finalizar la batalla y siguió sirviendo al rey persa sólo durante un año más, ya que falleció inesperadamente un día, a consecuencia de una enfermedad. Como sucedería 2.149 años más tarde, al finalizar la batalla de Waterloo, la noche cayó teñida de sangre sobre el Gránico. Según Plutarco, del lado persa perecieron 20 mil infantes y 2.500 jinetes, quedando 2.000 combatientes prisioneros. Curiosamente, los greco-macedónicos sólo contabilizaron unos 115 muertos (25 compañeros, 60 jinetes y unos 30 infantes.) Tras esta épica batalla, descrita aquí sumariamente, todos los estados de Asia Menor se sometieron a Alejandro. No hemos hallado en los libros que hemos podido consultar hasta ahora sobre la vida y obra de Alejandro Magno, referencia alguna a las palomas mensajeras. Y, bajo las circunstancias descritas, no creemos que pudieran haberlas utilizado allí ni los persas ni los macedonios.

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